Задания 12. Полное понимание информации в тексте
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Al chico le conmovió el episodio en que…
1) el guionista manifestaba el caballeresco.
2) el tiempo iba corriendo.
3) la vida de la protagonista se encontraba en una situación peligrosa.
4) se encendió la luz.
Прочитайте текст и выполните задания А15-А21.
Amadís de Gaula tiene ahora cinco años, se llama Bobby Lemond y vive con sus padres.
Papá Lemond, mamá Lemond y el niño Amadís de Gaula, nacido Bobby Lemond, solían pasar las veladas ante el aparato de televisión, viendo lo que las ondas quisieran traerles y comentando todo: los vestidos de la diva, los bigotes del galán, etc., etc.
Aquel día la familia Lemond estaba asistiendo a una novela emocionante. La verdad es que la novela de aquel día era algo que nada dejaba de desear y los Lemond — papá, mamá, y Amadís de Gaula se sentían felices e interesados, cada uno desde su butaca.
Pero el guionista del programa que ignoraba el caballeresco y sostuvo más tiempo una situación angustiosa para la heroína que iba a caer de un momento a otro en las garras del traidor y ... aquí vino lo malo. Bobby Amadís de Gaula se levantó en silencio, encendió la luz en el despacho de papá, abrió el armero, descolgó un rifle, lo montó y con paso de lobo para que el traidor no se apercibiera, se acercó hasta cuatro pasos de la pantalla, apuntó y ¡zas! le descerrajó un tiro a quemarropa que lo dejó temblando.
Mamá Lemond se cayó de espaldas, papá Lemond se vio atacado de un ataque de ira que tuvo que contener porque el niño no había soltado el rifle y el aparato televisor, hecho astillas, dejó de funcionar.
Cuando la paz se hizo, Amadís de Gaula, el último caballero andante, se acercó a sus padres, a recibir las felicitaciones por su noble comportamiento, pero en vez de felicitaciones, le dieron un par de azotes y le metieron en la cama sin postre.
Es posible que durante muchos años Bobby Lemond, Amadís de Gaula no se explique el raro reaccionar de sus padres que, según todas las apariencias, tomaron el partido del raptor y no el de la muchacha raptada, que hubiera sido más lógico y lo que Bobby Amadís de Gaula esperaba.
Pero sucede que cada generación tiene sus aficiones y hasta sus manías y sus puntos de vista, y los padres de Amadís, según Amadís desprendía de lo que venían haciendo, deseaban más ver al malo y el aparato de televisión en funcionamiento, que a la heroína en la libertad.
¿Por qué — pensaba Amadís en la cama, antes de quedarse dormido — habían hecho así? ¿Es que les era igual? ¿Acaso no veían que la iban a coger? No. Amadís de Gaula, Bobby Lemond, el último caballero andante pensará, que su gesto no fue entendido, porque las gentes, ¡ay! han olvidado los móviles que impulsan a las almas generosas, esos últimos corazones que funcionan alimentados por el fuego sagrado de ilusión. Y lo peor es que Bobby Lemond es posible que tenga razón. Lo que no será nada bueno para todos los demás.
Muchos jóvenes españoles se matriculan en las universidades porque…
1) quieren estudiar la carrera que corresponda a su vocación.
2) pretenden aumentar la tasa de desempleo.
3) es difícil conseguir trabajo en España.
4) no quieren integrarse en el complejo mundo laboral.
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En los últimos años, en España, el número de universitarios ha aumentado de forma evidente. La elevada tasa de desempleo que padecemos ha hecho que nuestros adolescentes, al terminar sus estudios secundarios y descubrir lo difícil que es conseguir un trabajo en nuestro país, se inscriban masivamente en las universidades, muchas veces sin demasiada convicción, llenando las aulas y soñando con ser algún día célebres abogados, expertos economistas, científicos de renombre o ingenieros cualificados.
El resultado de todo ello es que, en la mayoría de los casos y para la mayor parte de las titulaciones, la demanda de empleo supera con creces la oferta, y que, para colmo de males, estos titulados, incapaces, por falta de trabajo, de poder llevar a la práctica todo lo aprendido en sus carreras, empiezan, poco a poco, a despertar a la realidad y a darse cuenta de que tienen que "bajar el listón" de sus pretensiones laborales.
Así, podemos ver a químicos barriendo las calles y los parques de nuestras ciudades, a juristas desempleados tratando de vendernos un seguro de vida en el umbral de la puerta de nuestra casa, y a antiguos estudiantes de Magisterio pasando por un lector electrónico el código de barras de los productos que componen nuestra cesta de la compra en un supermercado. Y, por si eso fuera poco, suele darse el caso de que los empresarios de este país, quizá con buen criterio, prefieren para este tipo de tareas a personas que no tengan estudios superiores, para evitar la posible insatisfacción que podría surgir en individuos cualificados cuando llevan a cabo trabajos tan rutinarios y repetitivos.
Pero no todo está perdido para nuestros jóvenes, pues se observa el incremento de la oferta de los llamados módulos de Formación Profesional, cursos especializados y enfocados a formar a los estudiantes, desde un punto de vista especialmente práctico, en las áreas de informática y telecomunicaciones, electrónica, fontanería, carpintería, jardinería, hostelería y una abundancia de profesiones más, para conseguir una integración más rápida de sus alumnos en el complejo mundo laboral.
Mario y Pedro se llevaron el portafolio abandonado porque…
1) nadie venía a buscarlo.
2) el café estaba lleno de gente por todos lados.
3) llevaban mucho tiempo sin dinero.
4) solían hacerlo con un poco de suerte.
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Mario y Pedro están sin un duro desde hace rato y no es que se quejen demasiado pero bueno, ya es hora de tener un poco de suerte, y de golpe ven el portafolio abandonado y tan sólo mirándose se dicen que quizá el momento haya llegado. Está solito el portafolio sobre la silla arrimada a la mesa y nadie viene a buscarlo. Ha llegado el momento porque el café está animado en la otra punta y aquí vacío y Mario y Pedro saben que si no es ahora es nunca.
Portafolio bajo el brazo, Mario sale primero y por eso mismo es el primero en ver la chaqueta de hombre abandonada sobre un coche. Una chaqueta espléndida de excelente calidad. También Pedro la ve, a Pedro le tiemblan las piernas por demasiada coincidencia, con lo bien que a él le vendría una chaqueta nueva y además con los bolsillos llenos de billetes. Mario no se anima a agarrarla. Pedro sí aunque con cierto remordimiento que crece al ver acercarse a dos policías.
Esta no es una tarde gris como cualquiera y pensándolo bien quizá tampoco sea una tarde de suerte como parece. Son las caras sin expresión de un día de semana, tan distintas de las caras sin expresión de los domingos. Pedro y Mario ahora tienen color, tienen máscara y se sienten existir porque en su camino florecieron un portafolio y una chaqueta sport. Como tarde no es una tarde fácil, ésta. Algo se desplaza en el aire con el aullido de las sirenas y ellos empiezan a sentirse señalados. Ven policías por todos los rincones, policías en los vestíbulos sombríos, de a pares en todas las esquinas cubriendo el área ciudadana, policías trepidantes en sus motocicletas circulando a contramano como si la marcha del país dependiera de ellos y quizá dependa, sí, por eso están las cosas como están y Mario no se arriesga a decirlo en voz alta porque el portafolio lo tiene trabado, ni que ocultara un micrófono, pero qué paranoia, si nadie lo obliga a cargarlo.
Pedro decide ponerse la chaqueta que le queda un poco grande pero no ridícula, nada de eso. Holgada, sí, pero no ridícula; cómoda, abrigada, cariñosa, gastadita en los bordes. Pedro mete las manos en los bolsillos de la chaqueta y encuentra unos cuantos billetes y monedas. No le puede decir nada a Mario y se da vuelta de golpe para ver si los han estado siguiendo. Quizá hayan caído en algún tipo de trampa indefinible, y Mario debe estar sintiendo algo parecido porque tampoco dice palabra. Parece que nadie los ha seguido, pero vaya uno a saber: gente viene tras ellos y quizá alguno dejó el portafolio y la chaqueta con oscuros designios. Mario se decide por fin y le dice a Pedro en un murmullo: no entremos a casa, sigamos como si nada, quiero ver si nos siguen. Pedro está de acuerdo. Mario rememora con nostalgia los tiempos (una hora atrás) cuando podían hablarse en voz alta y hasta reír. El portafolio se le está haciendo demasiado pesado y de nuevo tiene la sensación de abandonarlo a su suerte. ¿Abandonarlo sin antes haber revisado el contenido? Cobardía pura.
Siguen caminando sin rumbo fijo para despistar a algún posible aunque improbable perseguidor. No son ya Pedro y Mario los que caminan, son una chaqueta y un portafolio convertidos en personajes.
Luisa Valenzuela, Aquí pasan cosas raras.
Las autoridades de Toulon le advirtieron a Flora que...
1) no perturbara la sociedad de la ciudad.
2) se fuera de la ciudad.
3) dejara sus provocaciones.
4) no la tomaban en serio.
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La autoridad se enojó antes de que Flora hubiera abierto la boca en público. Al día siguiente de su llegada, el comisario de Toulon, un barbudo cincuentón oloroso a lavanda, se presentó en su hotel y la interrogó media hora sobre sus intenciones en la ciudad. Cualquier acto que subvirtiera el orden público sería sancionado con energía, le advirtió. Y, horas después, le llegó una citación del procurador del rey para que compareciera en su despacho.
— Dígale a su jefe que no iré — estalló, indignada —. Si he cometido un delito, que me haga arrestar. Pero, si quiere intimidarme y hacerme perder tiempo, no lo conseguirá.
El ayudante del procurador, un joven de maneras delicadas, la miraba sorprendido e inquieto, como si esta mujer que le levantaba la voz y hacía vibrar un índice amenazador a milímetros de su nariz, pudiera pasar a la agresión física. Así te había mirado, Florita, con la misma estupefacción, el mismo desconcierto y el mismo susto, diez años atrás, en la casona familiar, tu tío don Pío Tristán, días después del primer encuentro, cuando por fin tú y él abordaron el espinoso tema de la herencia. Don Pío, elegante, pequeño, fluido, canoso y endeble caballero de ojos azules, tenía muy bien preparada su argumentación. Luego de un amable preámbulo, abrumándote de latinajos y citas leguleyas te hizo saber que, como hija ilegítima de padres cuya unión carecía, según confesión tuya en carta a el, de toda legalidad comprobable, no podías aspirar a recibir ni un centavo de la herencia de su querido hermano Mariano.
A ti, conocer en persona a este hermano menor de tu padre, cuyos rasgos recordaban tanto los de éste, te emocionó hasta las lágrimas. Te abrazaste a tu tío, temblando; te sentías feliz de recobrar a tu familia paterna, de tener, gracias a ella, un calor y una seguridad que desde tu infancia no habías conocido. ¡Lo decías y lo sentías, Florita! Y el tío Tristán se emocionó también en apariencia, abrazándote y murmurando:
— Dios mío, si eres el vivo retrato de mi hermano, hijita.
Pero, cuando, por fin, Flora le expuso sus anhelos de ser reconocida como hija legítima de don Mariano y de recibir, como tal, del legado de su abuela y de su padre, una renta de cinco mil francos, don Pío se transformó en un ser glacial, jurídico, en portavoz inflexible de la norma legal: las leyes debían prevalecer sobre los sentimientos; si no, no habría civilización. Según la ley, a Florita no le correspondía nada; si no le creía, que lo consultara con abogados. Don Pío lo había hecho ya y sabía de qué hablaba.
Entonces, Flora estalló en uno de esos arrebatos como el que, en Toulon, acababa de hacer partir, pálido, casi huyendo, al joven ayudante del procurador del rey. ingrato, innoble, avaro, ¿así pagaba los desvelos de don Mariano, que lo cuidó, protegió y educó allá en Francia? ¿Abusando de su hija desvalida, desconociéndole sus derechos, condenándola a la miseria, siendo él un hombre riquísimo? Flora levantó tanto la voz que don Pío, blanco como el papel, se dejó caer sobre un sillón. Parecía anulado y mínimo en esa sala de paredes guarnecidas de retratos de sus antepasados, altos funcionarios y validos de la administración colonial. Más tarde, le confesó a Flora que, en sus sesenta y cuatro años de vida, era la primera vez que había visto a una mujer insubordinarse de ese modo y faltar así el respeto a un páter familias.
¿Qué se sabía en el barrio sobre el hombre de El Maño?
1) Nada, porque era un científico bastante reservado e impresentable.
2) Solo lo que decía a la poca gente con que hablaba.
3) Algunas cosas eran conocidas entre la gente, pero no muchas.
4) Se sabía bastante porque le gustaba frecuentar los bares.
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Por otro lado, у siempre en el centro de una nube de silencio había un hombre, guapo y huraño, de quien apenas podíamos decir dos palabras a ciencia cierta. Solíamos verlo en El Maño, una bodeguilla de la calle General Varela. Andaba siempre solo, sin afeitar, hacía girar su vaso apoyado en la barra; encendía cigarrillos sin filtro mirando despacio todo lo que había a su alrededor, barriles, calendarios, etiquetas de botellas, cada día lo mismo, como si no lo supiese todo de memoria.
Empezamos a llamarlo entre nosotros El Ruso porque tenía cara de refugiado, de haber llegado huyendo de algún confín remoto, con visados falsos y podrido de recuerdos. Su gabardina tenía enganchones y puntos corridos que remitían a alambradas en la nieve, a fronteras de bruma entre países imposibles, perdidos en el frío de las estepas del Este.
Cuántas de esas tardes de nada que hacer llegamos a evocarlo sumergido en un pantano para hacer perder su rastro a los perros adiestrados, o encogido entre la maleza, inmóvil como una piedra, mientras soldados con abrigos largos y gorros de piel hacían girar un foco en su búsqueda desde lo alto de una desvencijada torreta de madera. En decenas de películas creíamos haber visto las estaciones de ferrocarril donde él logró burlar las vigilancias, los escondrijos donde guardaba enterradas joyas y pistolas. Lo imaginábamos subiendo y bajando de trenes en marcha, vadeando los ríos, haciéndose pasar por alemán, dejando embarazadas a las granjeras polacas en cuyos palomares pasaba escondido las noches de tormenta.
Desde su llegada al barrio había un aliciente más para recorrer esas cuatro calles en las que crecimos, doblar una esquina y encontrarlo, poderlo seguir durante unas cuantas manzanas hasta verlo alejarse en un autobús o bajar a deshora las escaleras de una whiskería.
Ninguno de nosotros se atrevió nunca a dirigirle la palabra, pero de alguna manera él representaba la posibilidad de una vida distinta y auténtica, él era los mares y la niebla, era a un tiempo Dresden y el puerto de Marsella, Europa entera bajo la lluvia, era un pasaporte manoseado y un revólver a punto en el cajón de la mesilla. Todo lo que nosotros podríamos llegar a ser con un poco de suerte, a pesar de que todo, absolutamente todo a nuestro alrededor, nos lo estuviera negando a cada instante: aquellos otoños de academias mal iluminadas, los boletines de notas, el aburrimiento, la cena en casa a las diez en punto. El Ruso únicamente necesitaba pasar de largo con las manos en los bolsillos para remover todo eso y hacer estallar en nuestra cabeza los sueños más locos y veloces. Casi me parecía verle, sonriente, seguro de sí, prometiendo un futuro tan amplio y luminoso como aquellas avenidas anchas del centro. No necesitábamos hablar con él, su sombra era bastante.
El epílogo de la historia no mejoraba las expectativas. A media mañana un furgón gris se había llevado al Ruso y tuvimos que hacernos a la idea de que nuestro misterioso espía, cuya sola silueta entre los árboles nos hablaba a diario de la posibilidad de vivir, no pasaba de ser un esquizofrénico de mente insondable que deambuló por hospitales hasta llegar aquí, tirando a base de drogas y subsidios. Su gabardina no conoció las lluvias de Chicago, sino los almacenes de ropa usada; no había documentos falsificados bajo su colchón, en todo caso una triste petaca de ginebra.
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